Hay un mundo afuera. Lo sabe porque lo descubre en las redes sociales desde su celular, porque hace poco viajó hasta la ciudad de Formosa por los Juegos Evita y la inundó el ruido y el movimiento urbano, porque la música que escucha le habla de otras culturas que no conoce. Romina López vive en la comunidad originaria San José —en el noreste de la provincia— donde todos son su familia. Su hermano mayor, Ramiro, ya salió al mundo. Se fue a estudiar para ser gendarme y hoy trabaja en Buenos Aires. Ella tiene 16 años y quiere seguir sus pasos. Aunque se muera de miedo. Aunque el castellano sea su segundo idioma (el primero es el nivaĉle y el que usa a diario salvo cuando está en la escuela), aunque le digan “china sucia”, aunque tenga que abandonar a los suyos, aunque su madre no tenga plata para acompañarla en su sueño de estudiar una carrera. A pesar de todos estos obstáculos, ella dice que igual va a intentarlo.
Son las 10 de la mañana de un miércoles de septiembre. Las cabras y los chanchos se ubican en la sombra para escaparse de un calor agobiante al que ya están acostumbrados. El viento es como un soplete que hace arder la piel. El sol lastima. Romina sale de su casa con un short y una remera de Boca. Camina hasta una pequeña construcción que funciona como lavadero y depósito, y agarra un balde. Va hasta la parte de atrás de su casa y lo carga con agua que saca de un tacho grande de plástico. Vuelve con el balde que va salpicando gotas en el piso y entra en un cuadrado de ladrillos sin techo que tiene una manta de puerta. Adentro solo hay una silla, un cacharrito de cocina, un pote de shampoo y otro de crema de enjuague. Lo último que hace es agarrar una toalla de un cable que hay al lado, en el que hay mucha otra ropa colgada, y se mete a bañar. Sale con la toalla enroscada en la cabeza, un pantalón violeta, una remera de fútbol y unas crocs. — ¿Qué te imaginás para tu futuro? — Estudiar, tener lo que siempre quise y darle lo mejor a mi mamá. — ¿Qué es lo que siempre quisiste? — Que no me falte comida ni agua.

La comunidad San José está ubicada en la periferia del pueblo Río Muerto, en el departamento Bermejo. Lo primero que llama la atención es la tierra seca en donde antes había un monte que tuvieron que hachar con sus propias manos para poder asentarse. Hoy, quedan solo algunos árboles. A 100 metros de la entrada, se erigen un salón comunitario y un aljibe. A la izquierda, se ve una casa. A la derecha, otras dos. Más atrás, otras tantas desparramadas en este territorio en el que viven alrededor de 100 personas y 18 familias. Hay otros seis aljibes que se llenan con agua de lluvia —que cuando se termina se repone desde un camión enviado por la provincia— cuenta con red de wifi, cancha de fútbol y de vóley, y se está construyendo una iglesia católica en honor a San José Obrero.
Al mediodía, Romina se acerca a la casa de sus abuelos —que está pegada a la suya— para almorzar con otros familiares en una mesa al aire libre. Adultos, jóvenes y niños comen fideos con salsa que cocinó su mamá, Vicenta López. La única que come separada es su bisabuela, Teresita, que se queda en la galería con su plato y la mirada perdida. Los demás se ríen y charlan en nivaĉle con palabras cortas de muchas consonantes. Antes de arrancar una oración, inhalan rápido y profundo como cuando alguien se asusta. Una vez que termina, Romina vuelve a su casa para prepararse antes de ir a la escuela. A veces, el mundo de afuera se instala en el suyo, como un clavel del aire que se aferra en un ambiente hostil: en la pared de su cuarto, tiene desplegada una bandera gigante de la banda coreana BTS, muy popular entre las adolescentes y que solo cantan temas en coreano, japonés e inglés. Su casa es de ladrillo, tiene techo de chapa, luz y un tanque con agua. Allí vive con su mamá y su hermano menor —Melcíades Simón— que tiene 5 años. El ambiente principal tiene solo unos estantes y repisas con algunas pertenencias y es la antesala para dos habitaciones que usan frazadas como puertas. Ahí, en el cuarto que Romina tiene para ella sola (su mamá duerme con su hermano), se peina el pelo negro largo con un cepillo. Se mira al espejo, primero de un perfil y después del otro: sus ojos negros apenas achinados están enmarcados por unas cejas tupidas, la nariz es ancha abajo y tiene los labios pintados de un rosa suave. Cuando está lista, agarra su mochila de Star wars que está colgada de un gancho de la pared y sale camino a la escuela. Está en quinto año (le falta uno para terminar) y su materia preferida es sistema agroambiental. —En la escuela hay algunos criollos y otros de la comunidad. —Sí. —¿Tienen problemas? —No, antes sí porque nos discriminaban. —¿Qué les decían? —Que éramos unos muertos de hambre, china sucia, indios, matacos. —Y eso, ¿cómo te hacía sentir? —Me hacía sentir mal, no quería volver. —¿Por qué creés que cambió? —Porque ya están grandes creo, ya tienen más conciencia. —¿Qué cosas te preocupan a vos? —Aprobar las materias. —¿Cómo venís? —Vengo bien. Ya aprobé el primer y el segundo trimestre.

Tiene la cara redonda, curtida por el sol, y una barba apenas incipiente. Se toma unos segundos antes de responder cada pregunta, como si buscara las palabras en su cabeza, mientras se acomoda la gorra con estampado militar. Guillermo López —cacique de la comunidad San José y abuelo de Romina— habla bajito y con la cadencia de los nivaĉle. —¿Qué es lo más urgente? —El agua. Les planteamos a los políticos una perforación pero no sé todavía cuándo nos la van a hacer. —¿Qué es lo más difícil de vivir sin agua? —Siempre luchamos por la vida. Tenemos una ladrillera en donde hacemos ladrillos de adobe y se paró un poco porque no tenemos agua. Lo mismo pasa con las huertas y con los animales. Tenemos chivos, chanchos y toman mucha agua. —¿A quién le hicieron el pedido? —Al gobernador. —¿El agua de dónde la sacan? —Cuando llueve se llenan los aljibes. Y sino hay un camionero que siempre trae el agua, es de la gobernación. —¿Cuándo fue la última lluvia fuerte? —En mayo. Guillermo terminó la primaria y, en donde vivía, no había secundaria a la que pudiera ir. Sus papás eran trabajadores del algodón en la zona de San Martín y él empezó a ir a cosechar con ellos. Mientras recuerda su infancia, sopla un viento fuertísimo que arremolina la tierra y obliga a cerrar los ojos. Guillermo aplaude seis veces para espantarlo. A unos 200 metros de su casa, está la represa completamente seca. Hasta allí se acerca arrastrando los pies para mostrar la ladrillera. “Ese es el primer horno que hicieron los jóvenes. Después lo hicieron allá para quemar los adobes. La represa la hizo una máquina de Las Lomitas y se llena con el agua de lluvia. Hace como tres meses que está seca y entonces estamos parados”, dice el cacique.

“En San José el tema del trabajo, de las tierras y las posibilidades que tienen los jóvenes para estudiar y para trabajar son centrales”, dice Pablo Chianetta, integrante de APCD, la ONG que trabaja con las comunidades originarias de la provincia para potenciar su desarrollo. Está presente desde la fundación de la comunidad, colaboraron en la instalación de aljibes, en la construcción del salón comunitario y hoy llevan adelante talleres de oficios y de informática. —¿Cómo es la vida acá? —Es un contexto semiárido en donde llegan a hacer más de 40 grados. Nosotros acá tenemos que vivir y trabajar con calor, abrir las puertas de las chivas con calor, aprender en la escuela con calor. Las principales necesidades de esta comunidad son una escuela bilingüe e intercultural y el acceso a agua potable. Nosotros trabajamos en el análisis crítico de su realidad y en las posibilidades que ellos ven para poder dar un pasito más. Hemos desarrollado opciones de oficios, de construcciones, de aljibes, de crianceros de cabras, de chivas, de chanchos. —¿Cuál es la situación de los jóvenes? —Las mujeres tienen trabajos de limpieza o de cocina en las casas del pueblo, los muchachos algunos son peones rurales y otros jóvenes han tenido que partir para generar recursos y mandarle plata a su familia. —La única salida es irse a buscar un futuro mejor en otro lado. —Se están yendo los jóvenes de Formosa cuando es lo que tendríamos que retener porque si no vamos a ser una provincia de viejos. Los jóvenes reactualizan las culturas. Formosa es un exportador de jóvenes y los indígenas lo viven a diario. Su mundo es muy chiquito y son pocos los que pueden ver todo ese mundo más grande.
Romina López vive en la comunidad originaria San José —en el noreste de la provincia de Formosa
Está embarazada y todavía no sabe si es varón o mujer. Es el tercer hijo que va a criar como madre soltera porque los padres no están presentes. “Solo me hice una ecografía porque nos queda muy lejos. Acá solo le sienten el latido al bebé”, dice Vicenta López, la mamá de Romina. Es una mujer aguerrida que dice lo que piensa y lo que piensa es que lo mejor para sus hijos es irse a estudiar a otro lado porque eso les va a permitir tener una mejor vida, aunque los extrañe, aunque hace dos años que no ve a Ramiro. —¿Vos pudiste estudiar? —Hasta quinto nomás porque me quedé embarazada a los 15 de mi primer hijo. —Hoy tuviste alfabetización de adultos. ¿Qué estás aprendiendo? —De todo. Suma, resta, multiplicación. Me gusta aprender. —¿Cómo es Romina? —A ella la veo muy decidida a estudiar como su hermano. Él también era así. Ella hace su tarea a la noche, va todos los días a la escuela. No falta nunca. —¿Te preocupa el futuro de tus hijos? —Sí, porque es muy difícil para los chicos. Mi hijo cumplió su sueño de entrar en el Ejército gracias a los misioneros de Formosa que lo ayudaron. Ellos le dieron la piecita para seguir estudiando, como tres años estuvo allá. Lo que yo cobraba de la asignación de mis otros hijos le mandaba para que comprara sus cosas, como los cuadernos, los pantalones deportivos, todo eso. Y una señora le ayudaba con donaciones para conseguir sus zapatillas, su mochila y esas cosas para llevar a la universidad. —Romina necesitaría lo mismo. Una persona o un grupo que la ayude a poder estudiar. —Sí. —¿Vos querés que Romina se vaya? —Sí, porque ellos no tienen un papá y tienen que tener un estudio para poder conseguir un trabajo. Ojalá el más chico también salga así. —¿Qué le gusta hacer a Romina? —A ella no le gusta salir. Se queda siempre en la casa a limpiar, a lavar. Me ayuda mucho, más ahora que estoy así [dice y señala la panza]. También le gusta jugar al vóley.

Es de contextura flaca y por eso los pantalones marrones que usa le sobran de todos lados. En cambio, la remera con rayas rosas y blancas es “al cuerpo” y combina con las zapatillas rosas. Romina lleva a sus ancestros en su sangre, en sus rasgos, en su silencio, pero también en lo que dice. —Por las mañanas, ¿qué hacés? —Hago mi tarea o visito a mi bisabuela y la ayudo a llevarle la silla, el termo, prepararle el tereré. —¿Qué te cuenta ella de cómo era antes la vida acá? —Que era muy difícil, que no tenían para comer. —¿Te cuenta algo del pueblo nivaĉle? —Sí, que todavía no es reconocido y que tenemos que luchar para eso. Y que no tenemos que dejar atrás el idioma. Camina hasta su casa y la encuentra enfrascada en una bolsa de plástico de la que saca chaguar para hacer una artesanía. Los ojos apenas abiertos. La nariz casi tan ancha como la boca que mantiene siempre apretada cuando está en silencio. La piel tirante y con infinitos pliegues. Tiene un pantalón marrón —una pierna cruzada sobre la otra—, una camisa con cuello en v y un pañuelo azul atado como si fuera una vincha. Cuando habla, Teresita Urquiza —de 86 años— se ayuda haciendo gestos con su brazo derecho y se hamaca moviendo el pie izquierdo que tiene apoyado en el piso. Habla en nivaĉle, inspira fuerte antes de cada oración y Guillermo hace las veces de traductor. —¿Dónde nació y en qué año? —Nací en frente de Media Luna, en una misión religiosa. No me acuerdo el año [se ríe]. —¿Cómo fue su infancia ahí? —Había unas monjas católicas que se dicen hermanas y ellas eran misioneras. Mis hermanos y yo nos quedamos con las monjas cuando éramos chicos porque mis papás trabajaban por la Argentina. —¿Fue una infancia triste o feliz? —Feliz porque nos daban de comer. —¿Hasta qué grado fue a la escuela? —Tercero. —¿Por qué no siguió en la escuela? —Ya estaba grande y los seguí a mis padres que se iban a trabajar a Salta. —¿Qué nos puede contar de Romina? —Quiero que estudie más para recibirse de algo.
“Se están yendo los jóvenes de Formosa cuando es lo que tendríamos que retener. Su mundo es muy chiquito y son pocos los que pueden ver todo ese mundo más grande.” Pablo Chianetta, integrante de APCD
Está sentada en un banco a la sombra y con sus manos espanta a las moscas que le revolotean por la cara. Florinda Servín —la mujer de Guillermo y abuela de Romina— nació en Media Luna, una comunidad cercana a la frontera con Paraguay, tiene 8 hijos y 5 nietos. Viste una pollera de flores por debajo de las rodillas, una remera y camisa estampadas de muchos colores. En el cuello, le cuelga una cruz de madera. Tiene el pelo atado con una colita y un lunar apoyado sobre la fosa nasal derecha. —¿Cómo es Romina? —Buena chica es mi nieta, estudiosa también. Cuando era chiquita siempre las maestras le llevaron y ganaba los concursos. —Nos contaba Romina que a veces le dicen cosas feas en el colegio por ser nivaĉle. ¿Hay discriminación? —A veces algunos chicos, pero no todos. Así son los criollos. Le dicen “china”. A mí a veces me dicen “ahí viene la china vieja”, pero yo sigo calladita. Yo le digo que los deje decir lo que quieran. —¿Qué le gustaría para el futuro de sus nietos? —Yo les digo que tienen que estudiar así no sufren. Y cuando tengan que trabajar, se van a sentar tranquilos en sus escritorios y no abajo del sol. Por la tarde, Florinda se instala en el patio a hacer hilo con trozos de lana, que después usa para tejer peleros que le compran los criollos que todavía andan a caballo. Cuenta que es muy trabajoso, que tarda dos semanas y que los está vendiendo a $20.000. A veces, tiñe la lana con plantas del monte para tener más variedad de colores. También, se queja porque las mujeres jóvenes ya no aprenden de los saberes de sus antepasados por estar demasiado tiempo con el celular. —¿Es importante el monte para ustedes? —Nosotros no dejamos de usar la fruta del monte como el mistol o la algarroba. No vamos a dejar las costumbres de mis abuelos. Nosotros siempre comemos el pescado, pero ahora los changos no van hasta el canal porque es lejos y no tienen moto para ir. Antes pescaban moncholo, dorado, sábalo, piraña, todo eso. —¿Salen a mariscar? —A veces salen a buscar miel o conejos pero con hondas.
Sergio Medina vive en San José y es referente de la Organización Comunidad Nivaclé (OCN) que nuclea a las cinco comunidades de Formosa. Hace dos semanas que está instalado junto a su mujer en el pueblo de Las Lomitas, esperando a que le den un turno para operarla de la vesícula. Se acerca a la sede de APCD para conversar con LA NACION. Tiene dos hijos adolescentes y, como a todos los adultos, le preocupa qué van a hacer cuando terminen la secundaria. —¿Hoy cómo sobreviven los jóvenes? —Muchos se van hacia al sur a buscar trabajo para tener su platita. En mi comunidad a veces hacemos pesca y tareas de mantenimiento. En Guadalcázar también viven de mariscar, van al monte. Cazan la iguana, le sacan el cuero y lo venden. —¿Qué nos podés contar de Romina? —Algunos jóvenes de mi comunidad como Romina que están terminando la secundaria quieren estudiar más y no tienen recursos para poder hacer un terciario. En general, abandonan los estudios porque no tienen beneficios para poder ir a Formosa. El hijo de la Vicenta cuando estudió se fue a hacer unas changuitas para poder mantenerse. La Romina dice que quiere ser enfermera. Mi hijo también termina este año y dice que quiere ser profesor de educación física. —¿Eso lo puede estudiar acá en Las Lomitas? —Se tiene que ir a Formosa, me dijo. Y que allá hay un alojamiento gratuito para los indígenas. Tengo que ir a averiguar.
Solo dos jóvenes de San José terminaron la secundaria y se lanzaron a la epopeya de seguir estudiando: Ramiro, el hermano mayor de Romina, y Betty, que hoy tiene 25 años. Acompañada por APCD, esta última se mudó a Las Lomitas para ser profesora de física y química, pero no pudo seguir y se volvió. —¿Qué fue lo que más te costó? —Mucho gasto. No tenía plata para la comida, los libros y las cosas que pedía el profesor. Tampoco tenía zapatillas. Los jóvenes que se quedan en la comunidad trabajan como peones rurales, haciendo ladrillos o migran para buscar trabajo en el norte o en el sur del país y se van por temporadas. Las mujeres son amas de casa, hacen artesanías o trabajan en tareas de limpieza. Son las 6 de la tarde y Romina vuelve caminando de la escuela. Deja la mochila en su cuarto y se acerca a lo de sus abuelos a tomar tereré con otras mujeres de su familia. En un rato, las adolescentes se van a poner a jugar al fútbol, pero ella dejó de hacer ese deporte desde que se le salió el hombro en una jugada cuando era chica. —¿A la noche comen algo? —A veces comemos algo. —¿A qué hora te vas a dormir? —A las 11. —¿Qué es lo más lindo de la vida en el monte? —Vivir con la familia. —¿Qué te gustaría hacer cuando termines la secundaria? —Quiero seguir estudiando para enfermería o puede ser obstetra. —¿Por qué? —Porque me gusta ayudar a las personas que lo necesitan. —¿Eso dónde se estudia? —En Formosa capital. —¿Cómo fue cuando se fue tu hermano? —Muy difícil. Mis abuelos no querían que se fuera, pero él sí quería ir. Y ahora ya se recibió allá. —Y eso a vos te anima para decir ´yo también puedo´. —Sí. —¿Qué pensás que es lo que más te va a costar si te vas lejos? —Acostumbrarme a estar sola porque yo siempre estoy con mi familia.
(Fuente: Diario La Nación).
