“Tienen una situación de invisibilidad”.El pueblo que sobrevive sin agua, sin tierra y sin reconocimiento. Lo hacen desde siempre: juntar leña en el monte, sacar agua de los aljibes, ir a pescar o cazar.
Lo hacen desde siempre, esas mismas tareas todos los días. Porque hay que ir a juntar leña al monte para cocinar, sacar agua de los aljibes que muchas veces están lejos de las casas, ir a pescar o cazar si no hay plata para comprar mercadería. Conocen el territorio —ese que reclaman como propio— y lo que la naturaleza les puede dar. Desde ahí, desde los márgenes en los que todavía no hay asfalto ni acceso a servicios básicos, el pueblo nivaĉle sobrevive y construye su futuro.
La provincia de Formosa reconoce formalmente a tres pueblos originarios que son el Qom, el Wichí y el Pilagá. El pueblo nivaĉle, que también habita la zona árida de sus entrañas y está desplegado mayoritariamente sobre la ruta 86, hace varios años viene luchando por, según ellos, esta reivindicación histórica. El último censo realizado en 2023 por la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Desarrollo (APCD) señala que hay 650 personas de esta etnia en las comunidades Fwa´aicucat (Algarrobal), Tisjucat (Quebrachal), Nu´us t´iyojavte (Lamadrid), San José (Río Muerto) y San Miguel. También, existen familias dispersas en varios pueblos como Medialuna, El Potrillo y Las Lomitas. El gobierno provincial declinó de hacer comentarios al ser consultado para esta nota.
“Tienen una situación de invisibilidad. A pesar de lo que dicen muchos, el pueblo nivaĉle y sus comunidades todavía no están reconocidos formalmente con personería jurídica y tierras por la provincia de Formosa ni por el Estado nacional. Lamentablemente, en la historia, su territorio de ocupación y de vida quedó en medio de dos fronteras administrativas que son la de Argentina y la de Paraguay, pero ellos no tenían esas fronteras, y vivían más allá del sur del río Bermejo y más allá del norte del río Pilcomayo. Cuando se produce la frontera administrativa, ambos países dicen que esa población le pertenece al otro”, afirma Pablo Chianetta, integrante de APCD.
Marta Gómez está en su casa. Agarra tres bidones de agua, los pone en una bolsa tejida de hilo y se la calza de la tira en la cabeza, dejándolos colgar en su espalda. Hace lo mismo con otra bolsa y la sostiene con la mano derecha. El último bidón -son siete, cada uno de cinco litros- lo lleva en la mano izquierda. Así, camina 300 metros bajo un sol que le quema su piel ya curtida hacia el aljibe comunitario de El Algarrobal, un asentamiento nivaĉle ubicado a apenas unos pasos de la frontera con Paraguay. Viste una remera rosa de mangas cortas, una pollera verde estampada y unas ojotas.

Su pelo está atado en un rodete con una gomita y por las patillas le empiezan a caer unas gotas de sudor. Siente el calor en todo el cuerpo. Cuando llega al aljibe, baja un balde con una soga para cargar los bidones con agua y aprovecha para refrescarse con la mano. Una vez que están todos llenos, llega la peor parte: levanta con dificultad una bolsa para volver a ponerse la tira en la frente y el peso atrás, con un envión sube la segunda y la ubica sobre la otra (apiladas en su espalda) ayudándose con la mano izquierda que queda apretada sobre la cabeza. Por último, agarra el último bidón con la mano derecha, se inclina hacia adelante para hacer contrapeso y emprende el viaje de vuelta a su casa.
En total, son 35 kilos soportados por un cuerpo de apenas 50. —¿Esto lo hacés todos los días? —Sí. Una por la mañana y otra a la tarde. —¿Lo hacés sola o te ayuda alguien? —Sola. —¿Quiénes viven con vos en tu casa? —Mi marido y nueve hijos. —¿Hoy comieron algo al mediodía? —No, nada. No hay comida. —¿Luz tienen? —No, somos pobres. —¿Cómo es tu casa? —Mi casa tiene un techo al que le tiramos tierra y la otra parte es de palos. Las paredes son de frazadas. —Cuando llueve, ¿qué pasa con la casa? -Gotea y la ropa se moja. —¿Qué es lo más peligroso de vivir en una casa así? —Cuando viene el viento fuerte, a veces no puedo dormir porque tengo miedo de que se lleve todo el techo. —¿Tienen cama o colchón? —Este, ahí. [Señala a la oveja y se ríe. Agarra un bolsa de nylon que tiene lana adentro]. No hay colchón, tenemos esto.
Hace varios años que APCD, junto a otras organizaciones como el Equipo Diocesano de Pastoral Aborigen, el Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa) y la Parroquia Nuestra Señora de la Merced de Ingeniero Juárez, viene acompañando a los líderes nivaĉle a hacer presentaciones en los distintos organismos responsables (el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas y el Instituto de Comunidades Aborígenes formoseño) sin éxito. También, impulsaron en la reciente reforma constitucional provincial la modificación del artículo 79 referido a los pueblos originarios, que incluía el reconocimiento expreso de los pueblos indígenas incorporando por primera vez al pueblo nivaĉle, la educación bilingüe e intercultural en todos los niveles, la personería jurídica por preexistencia y la propiedad comunitaria inalienable, entre otros puntos. El único cambio fue simbólico: el artículo 79, que reconocía de forma limitada sus derechos, fue renumerado como artículo 56, sin modificaciones en su contenido. “La situación del pueblo nivaĉle en Formosa es muy complicada hoy. Quizás mucha gente los ve como los indios que andan por ahí, el indio sucio, el indio planero que son los motes que escuchamos de los pueblos indígenas. Son ciudadanos a los que el Estado les lleva el agua, les provee vacunas o se atienden en los hospitales. Pero al ser reconocidos, les daría la posibilidad de entrar en diálogo con un Estado silente, ausente, ciego y sordo”, dice Chianetta. Sergio Medina es uno de los referentes de la Organización Comunitaria Nivaĉle (OCN) que lucha por el reconocimiento de este pueblo. Está sentado bajo la sombra de un árbol en la sede de APCD en Las Lomitas. “Nosotros siempre les decimos que no estamos en contra del gobernador y siempre lo votamos, pero cuando fuimos a presentar el papel del artículo 79 que era para el reconocimiento de los cuatro pueblos, nos rechazó a todos. [Javier] Milei también nos rechazó a todos los del pueblo indígena. No podemos confiar en ninguno de los dos. Unos antropólogos hicieron un estudio a una niña nivaĉle que fue encontrada en 1896, y sus huesos fueron depositados en el Museo de Historia Natural de La Plata.
Sus restos fueron devueltos a la comunidad San José en el 2018. Esas son las raíces que nosotros tenemos para poder tener más fuerzas. Muchas veces el gobierno niega que los nivaĉle existen en la Argentina y esta es la prueba de que los nivaĉle estaban desde antes”, dice Medina. —¿Cómo es la situación de los nivaĉles? —Mucha gente no tiene sus casas bien, son precarias, viven en una lona con este calor. Hay muchas comunidades que sufren también la falta de agua. Cuando anda el vicegobernador le insistimos para que vaya a ver las comunidades y cómo estamos nosotros. —¿No van las autoridades a ver? —Ha venido el vicegobernador. Pero yo siempre le digo que nosotros queremos el reconocimiento y él me pregunta para qué lo queremos. Y yo le digo que para tener nuestros derechos, tener la salud dentro de la comunidad, nuestra escuela con un maestro MEMA [Maestro Especial en Modalidad Aborigen]. Hay muchos jóvenes que terminaron la secundaria y no tienen fondos para ir a una escuela terciaria, no tienen beca. —¿Cuál dirías vos que es la urgencia más importante? —El reconocimiento y la tierra.
Los nivaĉle vivían en las cercanías de Río Muerto hacía muchísimos años y, recién en 2012, adquirieron una primera cesión de derechos en favor de la comunidad por una parcela de tierra en la que lograron asentarse definitivamente. Son 20 hectáreas en las que, gracias a personas solidarias, pudieron empezar a armar su centro de vida y le dieron el nombre de San José. Es una especie de apéndice del pueblo de Río Muerto y se nutre de su oferta: tiene escuela inicial, primaria y secundaria, tiene negocios, tiene habitaciones para dormir, tiene posta sanitaria y hasta cuenta con wifi. Sin embargo, las cerca de 70 personas nivaĉle que viven en las afueras del pueblo, lo hacen en casas humildes y dependen de las comisiones de fomento locales para que les traigan agua potable que cargan en los aljibes. Un camión ingresa por la tarde y se dirige hasta la casa de Guillermo López, el cacique de la comunidad. Estaciona marcha atrás, dejando el tanque lo más cerca posible del aljibe.

Acto seguido, desenrolla una manguera, la ubica en el agujero y abre la canilla para dejar caer el agua con la que va a sobrevivir esta familia los próximos meses. “Todos los materiales y la mano de obra con la que hicimos los aljibes son nuestros, no de los políticos. Al no tener agua, no podemos hacer la huerta ni trabajar con los ladrillos. Les planteamos a los políticos una perforación pero no sé todavía cuándo nos la van a hacer”, dice López. —¿A quién le hicieron el pedido? —Al gobernador. Nosotros queremos trabajar con las chacras y con los animales. Tenemos chivos, chanchos y toman mucha agua. Para Florinda Servín, la mujer de López, lo primero que había que hacer no bien se instalaron en este territorio buscando “un lugarcito para vivir” era un aljibe para tener agua para tomar, limpiar y cocinar. Gracias al apoyo de APCD, se pudieron comprar los ladrillos en la localidad de Guadalcázar y la misma gente de la comunidad participó en la construcción. Después, levantaron el salón comunitario. —¿El idioma lo conservan? —Sí, nosotros hablamos nuestro idioma. Yo soy “nivaché”. —¿Qué es lo que más necesitan? —Una perforación y más tierra. Porque es muy chiquito el terreno y queremos que los nietos puedan tener sus casas cuando se junten. Eso es lo que yo siempre digo, que ojalá podamos conseguir más tierras porque nosotros queremos trabajar en esta comunidad.
En el camino hacia El Algarrobal se cruzan yacarés, chanchos, chivas, zorros, pájaros, conejos, ovejas y vacas. En este tramo, la ruta provincial 86 es de tierra y se torna intransitable con lluvia. Al final, después de atravesar siete tranqueras que hay que abrir y cerrar, se llega al último asentamiento del lado argentino. Allí, en donde antes había un monte lleno de arbustos de algarrobo, un grupo de familias vinieron en 2007 con machete y hacha en mano, y limpiaron el terreno para de a poco poder ir levantando las diez casitas que hoy lo componen. “Los ayudamos a concretar una instalación física para poner pie, hacer los aljibes y tener los tres paneles solares. Es una comunidad que vive en mucha soledad y lejos de todo. Son familias que estaban asentadas en un barrio periférico de El Potrillo donde viven varias comunidades del pueblo Wichí que queda del otro lado del bañado y se vinieron para acá. Para ir allá a comprar algo, a la escuela o al médico tienen que cruzar el río con la piragua”, dice Chianetta. Lo primero que sorprende es el silencio. Hay que llegar al aljibe comunitario y esperar a la sombra para que los adultos se vayan acercando. Simeón Pérez es el cacique que da la bienvenida y un grupo de mujeres con polleras de muchos colores se sientan a su alrededor.

La mayoría de los niños están en la escuela primaria de Sauzalito que queda a 7 kilómetros y es albergue. La comunidad no cuenta con luz eléctrica y se arregla con tres paneles solares que sirven para cargar los celulares y tener unas lamparitas. Para alumbrar por la noche, usan fuego. Para cruzar a Paraguay, solo tienen que caminar un kilómetro e ir a visitar a sus familiares en la comunidad El Mistolar. En algunos puntos específicos, tienen señal de celular. Si no, el resto del tiempo están incomunicados. En total son 48 las personas que pasan hoy sus días en este ecosistema en el que los niños juegan con los animales, se cuelgan de los árboles y patean una pelota de fútbol que se pincha constantemente. Pérez acerca unas sillas y se dispone a contar cuáles son sus urgencias, mientras el resto de las personas intentan sacarse las moscas de la cara con las gorras o remeras. Algunos se ponen pelotas de naftalina en los bolsillos para espantarlas. —¿Cómo fue que surgió el pueblo nivaĉle? —El pueblo nivaĉle tiene una historia grande. Acá estamos a la orilla del río Pilcomayo porque ahí habitaban mis abuelos en esa parte. Antes que vinieran los blancos, según mi papá decía. En la escuela los chicos necesitan un MEMA para que pueda traducir a nuestro idioma porque solo aprenden en castellano. Pero yo vi que hay otras comunidades con MEMA en Wichí y les enseñan cómo se escribe y se lee en su idioma. —¿Eso es porque todavía no están reconocidos por la provincia? —Puede ser. La principal necesidad acá es el tema de la vivienda y del agua. Ya vieron cómo tienen que traer las mujeres el agua por la distancia. Tenemos tanque pero a veces se termina pronto y tenemos que llamar a alguien de la provincia para que nos traiga. —¿Lo ideal sería que cada familia tuviera su propio aljibe? —Sí. También sería bueno tener una escuela acá en la comunidad porque a los chicos se les rompen las bicis y no siempre podemos llevarlos y traerlos. Los chicos que terminan la primaria no tienen una secundaria cerca. —¿Cómo son las viviendas? —A algunas les falta el techo y a otras les faltan paredes. Las familias que están allá [señala a las casas de Marta y Ceferina que están en la entrada de la comunidad] son las que más sufren.
Son las 11 de la mañana y Ceferina Pérez ya encendió un fuego al costado de la casa. Más temprano fue a buscar agua al aljibe. Después, sobre unos troncos en cruz, apoyó los restos del disco oxidado de una rueda y encima colocó una olla con la tapa puesta que está a punto de hervir. Su casa consiste en una carpa abierta con techo de silobolsa, unos palos que lo sostienen y frazadas que hacen las veces de paredes. Allí vive con Elías Campos, su marido y su nieta Eliseba, de 4 años. Hace unas horas llegó de visita su hija Santa, de 20 años, que se fue a vivir a El Potrillo a lo de una tía para poder seguir la secundaria. Está en segundo año, le faltan cuadernos para poder estudiar y cuenta que es la única alumna nivaĉle de la escuela. —¿Qué es lo que más te gusta de la escuela? —Matemáticas. —¿Cómo hacés para llegar hasta allá? —Salgo con mi papá a las 7 de la mañana. Caminamos dos horas para llegar al río con la mochila y el bolso, cruzamos en canoa y después caminamos otras dos horas. Llegamos a las 12 del mediodía. Elías fue quien levantó la casa con sus propias manos.

Dice que lo que más sufren es el calor, el viento y la lluvia. Dice que le gustaría poder hacerle paredes de ladrillos y tener chapas para el techo. “Acá es muy difícil hacer adobe porque no hay buena tierra y no tenemos agua”, afirma. —¿La casa tiene luz, agua, baño? —No tiene nada. El baño es un pozo en la tierra con palos y ahí nos sentamos. No tenemos aljibe ni tanque. Hay que ir a buscar al aljibe comunitario. —¿Cómo se las arreglan para dormir? —Tenemos un solo ambiente. No hay piezas. —¿Tienen camas o lo hacen en el piso? —Ella [en referencia a Santa] tiene cama y nosotros en el piso. Cuando el agua hierve, Ceferina le agrega fideos, arroz y porotos. Revuelve con una cuchara y tapa la olla. En general, su dieta consiste básicamente en esos ingredientes que compran cuando van a Potrillo porque en la comunidad no hay ningún comercio. Cuando pueden hacer huerta, consiguen algunas verduras. “Carne, nunca”, dice. Mientras espera a que se cocine, se sienta en una silla a la sombra a hacer unas pulseras con chaguar hasta que le duelen los dedos.
Me siento confundido”, dice Dionel Pérez cuando trata de explicar lo que significa tener 24 años y ser indocumentado. No existe para el Estado. No puede votar. No puede tomar un colectivo de larga distancia. No puede abrir una cuenta en un banco ni acceder al sistema público de salud. Es uno de los jóvenes con más empuje en la comunidad, habla muy bien el castellano y por eso oficia de traductor cuando vienen personas criollas de visita. “La directora siempre me preguntaba por el DNI y no fui más”, agrega. Así, también perdió la posibilidad de terminar la secundaria. Está vestido con ropa deportiva (short y una remera de Argentina), unas ojotas y una gorra. Su mamá -Rebeca Morales- está sentada cortando un anco a la sombra y se dispone a sacarle las semillas. De fondo se escucha una radio paraguaya en la que un pastor les habla a los jóvenes de la importancia de prepararse para su futuro. Para Dionel, el futuro sin DNI es incierto. Sus siete hermanos más grandes viven en El Potrillo y tres van a la secundaria. Él es el único que se quedó en la comunidad con sus padres. —¿Cómo fue criarse en la comunidad? —Difícil. Se sufre pero también se aprende aquí. —¿Qué cosas se sufren? —El tema del agua, de la salud, de las viviendas, de los caminos y de las escuelas también. —¿Por qué no tenés el documento? —Nací en El Potrillo en mi casa. Mi mamá no tuvo el parto en el hospital. —¿Intentaste hacer el documento? —Sí, varias veces. Cada vez que llegaba el operativo de Anses. Mis padres siempre hicieron todo lo posible y me ayudaron para que pudiera tener el DNI. Inclusive tuvimos que pagar pero nunca dio resultado. Solo tengo esto [muestra una constancia de DNI en trámite]. —¿Qué significa el monte para ustedes? ¿Qué les da? —En el monte buscamos leña, miel de abeja, algarroba, la flor amarilla. Otros hombres salen a mariscar también. —¿Qué cazan? —Carpinchos, lo que haya por acá. —¿Para comer? —Para comer. Rebeca le pide algo en su idioma. Dionel se levanta, agarra una olla, va caminando hasta el aljibe que tienen enfrente de su casa (una construcción de adobe que ya se está empezando a caer y techo de chapa) y la carga con agua. Vuelve, la apoya sobre el fuego y ella pone a hervir el anco. Dionel le ceba un tereré y se lo acerca. Alrededor, las gallinas y los perros caminan buscando comida. Le queda poca leña y sabe que más tarde va a tener que ir a buscar al monte. Las mujeres son las encargadas de hacerlo: entran en fila con hachas en la mano, cortan las ramas y las cargan con telas en los hombros. —¿Cómo fue el parto de Dionel? —[Se ríe]. El parto estuvo bien. No fui al hospital y lo tuve en casa. —¿Por qué no fuiste al hospital? —Tenía miedo de que pasara algo en el parto o en el hospital. A veces escuchaba que sucedían cosas terribles. —¿Qué cosas te contaron que podían pasar en el hospital? —Morir en el parto. —¿Por qué es importante que la provincia reconozca al pueblo nivaĉle? —No entiendo por qué el gobierno no nos reconoce si fuimos los primeros en habitar esta zona cuando no existía Formosa ni era provincia. En las orillas del río vivían nuestros abuelos, mis papás. Ellos estuvieron acá siempre. Llegaba un tiempo en que la gente trabajaba en Salta, se iban al ingenio a trabajar todo el año y volvían a sus hogares por acá cuando llegaba la Navidad y el Año Nuevo. Ahí volvían a las orillas del río. Si bien Dionel sufre el no tener un DNI, Chianetta celebra que es el único de su comunidad en esa situación. El censo que APCD realizó en 2019 había arrojado que el 35% de la población adulta de las comunidades nivaĉle no tenían documentos y empezaron a trabajar en eso. “El avance, ¿sabés cuándo vino? Cuando había que votar. Entonces algunos punteros políticos pusieron sus recursos para que ellos pudieran obtener sus DNI por un interés propio e hicieron operativos en territorio. Hoy podemos decir que solo el 4% de los adultos no tiene documentos”, concluye.

Vivir aislado es acostumbrarse a esperar. El Algarrobal se asienta sobre 500 hectáreas y sus integrantes han pedido la titularidad de esa tierra. “El agua es uno de los temas que cunde ahí como también las grandes distancias. Para salir al este, el paraje más cercano es Puerto Irigoyen, que son 25 kilómetros, y para llegar a El Potrillo son 22 kilómetros que hay que atravesar el río. Esos como lugares de derivación si tienen alguna urgencia de salud. Si un joven de Algarrobal quiere estudiar la escuela secundaria, tiene que irse a Potrillo con el mantenimiento de su familia y tiene que encontrar la posibilidad de un albergue o lugar en donde vivir. Y no siempre las familias tienen esa posibilidad. Hasta ahora no han podido enganchar los jóvenes con el sistema terciario”, explica Chianetta. En términos de acceso a servicios básicos, el foco de APCD está puesto en conseguir más paneles solares para que puedan tener los celulares cargados para poder llamar a la policía o a la ambulancia en caso de emergencias. También, están trabajando en instalar alguna línea de frío para que las familias puedan acceder al menos a un freezer. Es viernes a media mañana y Simeón Pérez se acerca al tinglado para conversar. Hasta hace media hora, un equipo de salud estuvo atendiendo a las personas de El Algarrobal para hacer controles y entregar medicamentos. —¿Hay alguna presencia del Estado acá en la comunidad? ¿Policía, escuela, salita sanitaria? —La policía viene de visita a preguntarnos si está todo bien. Acá no hay lugar para quedarse ni una sala de salud. Vienen los médicos a hacer una atención una vez al mes. —Si tienen una emergencia, ¿qué hacen? —Es difícil. Me acuerdo que había una señora que estaba muy grave y yo llamé para que mandaran a la ambulancia y me dijeron que no tenía gasoil para mandarla. Otra vez me dijeron que tenía problemas el vehículo y le faltaba un repuesto. Cuando la persona está muy enferma, no la podemos llevar. —¿Qué hacen? ¿Esperan? —Esperamos a que se mueran. Ya pasó dos veces. Llamé un día porque un hombre estaba enfermo y me dijeron que no podían venir. Llamé al otro día y tampoco. Y murió. Después vino la policía a preguntar qué le había pasado y yo les dije que era tarde, que cuando la persona ¿no? está en la tierra ya no puede hablar. Pérez no quiere esperar más. Sabe que la apuesta tiene que estar en los más jóvenes y en los emprendimientos que ellos mismos pueden generar con lo que saben, siempre en armonía con la naturaleza. —¿Qué te gustaría para el futuro de tus hijos y tus nietos? —Tener un alumno que sea excelente y que pueda terminar todos sus estudios. Eso estamos esperando. —¿Qué tipo de proyectos les gustaría desarrollar en la comunidad? —Me gustaría tener un proyecto de apicultura y avicultura. Y también una máquina para poder hacer harina de algarroba porque ahora las mujeres la hacen con mortero.
Cómo ayudar:
Las personas que quieran contribuir para mejorar las condiciones de vida de los nivaĉle de El Algarrobal y San José pueden comunicarse con Pablo Chianetta de APCD al +54 9 3704 71-9844, visitar la web de APCD, escribir al mail institucional apcdlomitas@gmail.com o donar directamente al alias JARRON.PARQUE.DATIL
(la Nación).
